En sus manifestaciones, el arte, según el ambiente que haya suscitado al autor, ha expresado una diversidad de sentidos y significados. De ahí que el arte pueda haber servido de receptáculo de las más vanas manifestaciones como de las más altas. En este caso, la música no es la excepción. Esta no solo ha sido término de ambientes sentimentales, sino de funciones sociales; considerando estas últimas variables, detrás de ellas encontramos autores inspirados desde las profundas e espirituales intenciones, hasta aquellos que buscan pretextos que sirvan de motivos para rellenar una música que “pegue” y se venda. Esto, dicho sea de paso, ha servido de oportunidad para engordar el ego de muchos músicos más desprevenidos.
En el caso de la música banda, podemos observar ciertos indicios que exponen la pobreza de este género. El uso de múltiples instrumentos subordinados y conformados a la literalidad de la canción resalta. Especialmente se nota el uso sobrado de vientos y metales, los cuales, lejos de crear un diálogo sonoro, parecen buscar una presencia enajenante, saturada y aturdidora que no deja espacio para la reflexión o la apreciación del detalle musical.
Aquí, cabe traer a colación lo que Wagner observó respecto al tratamiento de los metales en su música. Si bien en su caso los metales debían ser tratados con una cierta discreción, hasta “ocultándose” en el foso para generar una dimensión adecuada dentro de la obra, la música banda parece utilizar los metales de manera completamente contraria, con la intención de generar un efecto explosivo que aplaste al oyente, a menudo sin mayor justificación en términos de la composición misma. Sin embargo, una corrección importante a esta interpretación es que Wagner, en muchos de sus montajes operísticos, efectivamente distribuía las secciones instrumentales en distintos puntos del teatro para lograr un efecto de espacialización. Esta técnica no era necesariamente para ocultar los metales, sino para jugar con la percepción del oyente, creando una atmósfera única que enriqueciera la experiencia. Así, lo que inicialmente podría parecer una contradicción, en realidad refleja un tratamiento muy cuidadoso del sonido y su distribución.
Por otro lado, la big band presenta una formación similar de instrumentos metales y vientos, pero se mueve dentro de un marco sonoro diferente: el jazz. En este contexto, los metales y demás instrumentos no se limitan a seguir una línea melódica preestablecida, sino que se despliegan con relativa autonomía, creando un espacio para la improvisación y el diálogo musical. El trabajo seccional es crucial en una big band, con familias instrumentales como los clarinetes, saxofones, trompetas, trombones, y la sección rítmica (batería o percusiones y bajo), cada una aportando timbres y texturas que interactúan de manera compleja, pero siempre dentro de una estructura armónica y rítmica común. Este tipo de formación exige que los músicos sean no solo virtuosos en su instrumento, sino también sensibles a la interacción y al contexto sonoro que los rodea. El jazcista, como dice la reflexión original, debe aprender a escuchar y a leer no solo la partitura, sino cada situación, adaptándose constantemente al flujo de la música.
Por otro lado, la música banda (en particular la banda sinaloense) suele estar más enfocada en resaltar el contenido emocional y narrativo de sus letras. Las composiciones están frecuentemente rodeadas de una atmósfera de dolor, nostalgia o sufrimiento, a menudo amplificados por la presencia contundente de los metales, pero sin el mismo grado de interacción o improvisación que caracteriza al jazz. Sin embargo, sería injusto reducir la música banda a una mera crítica superficial. Si bien la banda sinaloense en su vertiente más comercial tiende a seguir fórmulas predecibles, existen ejemplos notables en los que la formación instrumental de la banda se emplea para ejecutar otros géneros musicales, incluidos arreglos de música clásica o incluso jazz. Estos ejemplos demuestran que el potencial de la banda como formación instrumental es mucho más amplio de lo que la crítica suele reflejar.
En suma, tanto la big band como la música banda utilizan una dotación instrumental similar, pero la diferencia entre ambas radica en la intención, la técnica y la estructura que las anima. Mientras la big band se mueve desde una lógica de diálogo musical y exigencia artística, la música banda, especialmente en su vertiente comercial, tiende a centrarse más en el impacto emocional superficial y en la repetición de fórmulas que en la búsqueda de una riqueza sonora más profunda. Sin embargo, es importante reconocer que la banda sinaloense, como muchos otros géneros populares, tiene un gran potencial para explorar y expandir su vocabulario musical, lo cual enriquecería su desarrollo artístico.
Este análisis no pretende ser una crítica exclusivamente negativa, sino una invitación a reconocer las complejidades y los matices de cada género, más allá de los estereotipos, y a valorar la música no solo en términos de lo que “vende”, sino en su capacidad para conectar profundamente con las emociones humanas a través de sus estructuras y formas sonoras.